jueves, 18 de abril de 2013

Debía tener unos 15 años cuando escribí esto:

El frescor matinal entraba por una pequeña ventana envolviéndolo todo. La suavidad de los trazos que componían la habitación era abrumadora, y pequeñas sombras envolvían cada rincón. Inmersa en una especie de sueño relajante, comenzó a despojarse de las prendas que la cubrían: deslizó por sus piernas de seda un pantaloncito blanco y lo arrojó a un rincón; siguió con la camiseta y, en el recorrido, despeinó sus cabellos negros. Camiseta y pantalón se reunieron mientras observaba el suelo raso que pisaban sus pies descalzos. Estaba frío. Miró su reflejo en el espejo y le dedicó una sonrisa melancólica. Se dio la vuelta, se metió en su bañera y abrió el grifo. En pocos segundos un hilo de agua comenzó a resbalar por su hombro, su espalda, sus piernas... y, al poco
tiempo, una capa incolora de un exquisito y fresco elixir la cubría por completo. Sus ojos se cerraron con gesto apacible. Sereno. Levantó la cabeza, y el agua golpeó sus párpados y bañó sus pestañas. Era maravilloso. Si se concentraba, podía distinguir el tacto de cada gota como seda escurridiza entre sus dedos, el fresco olor de la mañana, el sonido de la lluvia al caer... El azul se volvía azul brumoso. Los tonos blancos, neblina. Dejó que su pelo cubriera por completo sus oídos y el sonido se fue alejando cada vez más. O eso, o era ella la que se alejaba pues, en poco tiempo, se encontró en medio de una calle vacía y mojada por la lluvia. El sonido monótono de las gotas golpeando el asfalto recordaba al silencio, y el cielo, que no dejaba de llorar, estaba más azul que nunca. Desnuda, sin moverse, el frío no le importaba.

Una silueta se abrió paso entre una cortina de agua, justo delante de ella. Sus cabellos mojados besaban una cálida sonrisa y, sus ojos, oscuros y blancos a la vez, la devoraban a varios metros de distancia. Apenas se movió durante unos segundos, tiempo suficiente para que sus miradas se encontraran. En ese preciso instante, la abordaron multitud de recuerdos y, creyendo que se iba despertar, la chica alargó su brazo y le tendió la mano. Él tan sólo sonrió. Ella no quiso entenderlo, por qué no la tocaba, no quiso pensar, no quiso afrontar, desvió su mirada, no quiso llorar. Hasta que comprendió y alzó la vista hacia él. Una lágrima asomó en sus ojos y se perdió como una gota de lluvia. Esa sonrisa que tanto anhelaba, él se la estaba regalando. Pero nada más. Por cercano que lo sintiera, estarían siempre separados por un vacío infranqueable. Jamás podría suceder. Justo en el momento en que se giraba para marcharse, corrió y se aferró a él. Lo tocó y lo sintió sin tocarlo. El agua la abrazaba y besaba sus labios y, con los ojos cerrados, vivió la calidez de su aliento y la suavidad de su piel. Pronto dos siluetas se hicieron una, y la lluvia los envolvió aislándolos de todo lo que no fueran él y ella... ella y él. Como si de una despedida se tratase, siguió aferrada a su mentira, tozuda, ansiosa, grabándose cualquier detalle que se le pudiera escapar. Hasta el mismo infinito le habría parecido un instante. Por eso, cuando él se separó y le dijo adiós hasta desaparecer, ella creyó que jamás había ocurrido. No pudo dejar de llorar mientras se alejaba su más preciado anhelo. Esta vez, para siempre.

Y abrió los ojos para despertar y ver una sola gota caer. Una lágrima, una gota de agua, una perla quimérica, su elixir de esperanza. Cerró el grifo, se sentó y rodeó sus rodillas con los brazos. Acurrucada, dejó que el agua terminara por extinguirse. Dijo adiós a las hadas diminutas y sintió un frío infinito que la hizo tiritar. Su mirada se posó en un reflejo de luz que atravesaba la bañera, y siete colores aparecieron delante de ella. Siete colores cálidos, igual que una sonrisa.

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