lunes, 4 de febrero de 2013

Quirófano.

Entrar en un quirófano por primera vez como profesional es raro. No creo que se me olvide. Entré una vez siendo paciente y apenas reparé en nada. Cuando eres alumna, lo miras todo. 
Ese primer día te sientes inútil y nerviosa. No quieres ser un estorbo y no sabes bien dónde ponerte. Haces cuanto puedes pero sin agobiar. Intentas buscar el punto medio, el equilibrio entre mirar por aprender y no hacer nada por vagancia.

No olvidaré a mi primera paciente. Obvio. Su cara. Incluso su cuerpo. Curiosamente no recuerdo el nombre. No me olvidaré de que tenía miedo y de que sentía inseguridad. Ni de lo bien que la trataba una de las enfermeras que me está enseñando.

Jamás olvidaré la primera vez que vi intubar a alguien. A esa paciente. Después de dormirla con la mascarilla y con los fármacos anestésicos, el cuerpo se para y deja de respirar por sí solo. Mientras preparan la intubación y, en caso de que se tarde demasiado, se la ventila manualmente. La anestesista me dejó hacerlo a mí. Me explicó cómo colocar bien la mascarilla para que no se escapara oxígeno por la barbilla, y cómo apretar el globo rítmicamente para insuflarle el aire. Me enseñó a cerciorarme de que el aire pasa a pulmones y a no a estómago por cómo el tórax -y no el abdomen- se expande.

Me maravillé. Del todo. Esa persona estaba completamente vulnerable, expuesta. Dependiente. De mí. Respirando gracias a mis manos. Gracias a ese cadencioso y tranquilo movimiento de mi mano derecha y la fuerza de mi mano izquierda. Respiré por ella. No consigo verlo de otro modo.

Después de eso la intubaron, nos enseñaron cómo ir directos a la tráquea, y ultimaron los preparativos de la operación: pintar, campo quirúrgico sobre el paciente, batas estériles, etc.

Me entró calor, mucho calor. Me emocioné. Os parecerá peliculero, pero me entraron ganas de llorar. Porque estaba ahí y quería más. Y me mareé. Noté esa sensación que ya conozco de que voy a desmayarme. Lo dije, y salí al pasillo. Me reí internamente. "Ni si quiera han empezado a cortar y ya me estoy mareando". Los celadores y limpiadores del pasillo bromearon conmigo, y se me pasó pronto. Volví a entrar. Desde entonces, no me ha vuelto a pasar. Y he visto mucho. MUCHO. Hígados, intestinos, glándulas mamarias, vesículas, ovarios. Personas despojadas en apariencia de lo que son. Dormidas. Despojadas de su identidad durante el tiempo que dura la operación por aquellos que introducen las manos en su cuerpo. Por mí. Por el resto de  profesionales. Pensadas en esos instantes, seguramente, por otras que esperan. Es flipante. Sencillamente flipante.

Ese primer día me sentí feliz de formar parte de aquello. Me sentí privilegiada de ver en directo cómo abren a una persona. Es todo tan brusco. Es increíble todo lo que aguanta la piel, todo lo que aguanta el cuerpo. Lo fuerte y frágil que es al mismo tiempo.

No siempre se ve la cara del paciente. Desde donde se opera no se ve porque está tapada por un paño que mantiene el campo estéril pero, si das la vuelta, y dependiendo de la vigilancia que tenga que mantener el anestesista, se puede ver su cara o no. Cuando se podía, de vez en cuando me acercaba y miraba. Pensaba en esa persona dormida, con los ojos cerrados y sujetos con esparadrapo. Expuesta. Sola. Y no es malo. Es, sencillamente, inevitable.

Tampoco olvidaré al primer paciente que vi salir de la anestesia (no fue la primera paciente, porque su operación terminó después de que finalizara mi turno). No llegué a verlo consciente. Lo llamaban y no contestaba. Tardó en reaccionar. Crispó el gesto de su cara en una mueca de dolor. No sé si realmente le dolía, o si simplemente su cuerpo notaba que algo iba mal y sufría por ello. Más tarde él no recordaría nada, pero yo sí vi que lloró sin abrir los ojos. Yo sí me acuerdo. La siguiente paciente que vi reaccionó mejor. Somos muy distintos.

Hay cosas que no me han gustado. Aunque suene a tópico y evitando generalizar, los cirujanos son unos santos con las manos, pero todo lo bueno que tienen operando lo pierden como personas. He conocido a tres distintos, y no sabría decir cuál de ellos ha sido más impertinente y maleducado. ¿Tal vez se debe esa característica a que han pasado toda su veintena sentados delante de un escritorio? ¿Complejo de dioses? No lo sé, pero los admiro y desprecio al mismo tiempo. Y eso que uno salvó la vida de mi madre. Uno que respeto profundamente, sin llegar a conocerlo. Espero conocer la semana que viene a alguno que me haga pensar de otra forma. La pura verdad es que al verlos siento envidia. Y después abren la boca y pienso que, si ser un imbécil y un estúpido es el precio que hay que pagar por tener el cuerpo de una persona en tus manos, prefiero ser florista.

El trabajo como enfermera es bonito y reconforta. No es nada despreciable ni poca cosa. Hay que saber hacer. El problema es que la praxis enfermera no se nota cuando lo haces bien, sino cuando lo haces mal. Un cirujano opera y, si sale bien, el paciente se cura. Se ve un resultado. La enfermera trabaja para que "todo siga igual de bien que siempre y nada empeore". Todo se da por sentado. Hasta que se comete un error. Es una lástima que tu trabajo sólo se perciba cuando se yerra. Salvo excepciones, como en todo.

Me contó mi enfermera que una vez tuvo que responderle a un médico que la llamó inútil y despreció su trabajo, y le dijo: "Tal vez no debería olvidar que sin mí, sin los auxiliares, los celadores, e incluso las limpiadoras, usted no podría estar ahí operando". Y se calló.

Y es cierto. El médico llega, opera, y se va. Me parece perfecto. Ha estudiado "como un cabrón" y no se espera menos de él. Ya es suficiente con la enorme responsabilidad que conlleva una operación. Y es el que tendrá que hablar con los familiares. Pero estaría bien que alguna vez se quedara y viera todo lo que ocurre después: cómo se despierta al paciente, cómo se traslada a su cama y sale por la puerta, cómo las enfermeras preparan la siguiente operación, cómo las limpiadoras limpian todo el quirófano en menos tiempo de lo que yo tardo en ordenar mi escritorio. Es como una danza sincronizada y perfectamente ensayada. Todos los días. Una y otra vez. Observar, de vez en cuando, no viene mal.

Otra cosa mala es que llego a mi casa con los pies y las piernas doloridas de estar tanto tiempo de pie pero, de alguna forma, es un "dolor" que reconforta. Tener que levantarme a las 6 y media tampoco es que esté en mi lista de placeres.

Me quedan dos semanas de quirófano y ya me parecen pocas. No sé cómo sentirme.
Todo esto es fascinante. Y me da miedo que se convierta en rutinario y pierda su magia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Son las flores de Julio las más hermosas...!851