lunes, 9 de marzo de 2009

Café

Con los síntomas de una noche de sueño sin satisfacer, entre bostezo y bostezo, cuenta las monedas que hay sobre la palma de su mano, selecciona las cobrizas, una aquí y otra allá, hasta llegar a la cantidad exacta, y repite en voz alta lo que otros clientes: "Un café con leche, por favor".

Observa cómo las hábiles manos del camarero colocan el filtro, obtiene la dosis justa -ni un gramo de más, ni de menos-, coloca la taza en su correspondiente lugar, con el café encima, acciona un botón, y cae un hilo marrón oscuro que desprende un delicioso aroma.

No suele tardar mucho tiempo desde que el agua comienza a salir hasta que arrastra la última esencia del café. De todos es conocido que una vez esto ha ocurrido, si se deja la taza bajo el chorro que sigue cayendo, se aguará.

Mientras, el camarero no se queda de brazos cruzados. Bajo la tutela de la experiencia y con la motivación de una abundante clientela que reclama su pedido alzando la voz, una sobre la otra, como un coro de barítonos, tenores y sopranos, siempre encuentra qué hacer: un zumo por aquí, tome su vuelta, son dos con veinticinco. Y, entonces, un pequeño ¡clin! interior, como el aviso de un microondas, le recuerda que pronto se pasará el café, y llega justo en el momento en el que el filtro se vacía. Retira la taza, la coloca sobre el platillo, coge una jarra con leche, la calienta en un tiempo récord gracias a la máquina del aire a presión y, por último, la vierte en la bebida atenuando su color.

El café humea y está espumoso. Se lo sirve con una cucharilla y un sobre de azúcar, le cobra, no hay vueltas, sonríe, y vuelve a lo suyo. Ella, a pesar del estrés que el pobre chico debe pasar y que para nada demuestra, se relaja, da un sorbo -pequeño, porque quema- y recuerda una vez más por qué le gusta tanto el café de ese lugar.

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